Hace poco estuve visitando Roma, aprovechando los días libres de Semana Santa y regalándome el viaje por mi cumpleaños. No había estado antes en ningún lugar de Italia, pero desde antes de planear la visita tenía la impresión de que algo sabía de la ciudad. Había visto mapas, fotos de amigos viajeros y bastante material digital de los sitios más emblemáticos de la capital italiana.
La noche antes del vuelo no dormí prácticamente nada, pero me levanté de la cama con muy buena energía para emprender el viaje.
Llegando a Roma muy temprano, con mucho frío pero con una bienvenida cálida por parte del personal del aeropuerto, buongiorno, avanti, benvenuto, andiamo, allora, prego, grazie mile. Y aún no estaba claro, pero todavía quedaba una hora en tren desde el aeropuerto Leonardo Da Vinci hasta Roma.
Antes del mediodía estaba en el hotel, cerca del casco histórico, dejando mis tres cosas y saliendo inmediatamente a disfrutar de la ciudad. El clima parecía insuperable: un sol radiante, 17 grados centígrados, miles de personas caminando por todos lados, en especial por las calles angostas y coloridas. Era una locura y una belleza.
El clima estaba ideal para caminar, pero las calles estaban desbordadas de gente y no se podía avanzar con total comodidad. Un mar de gente recorría las principales avenidas, la gente hablando a los gritos y fumando con frecuencia. En todo momento parecía que un auto iba a arrollar a alguien, pero por fortuna no ocurría y todos coexistían en un caos que parecía normal.
Tenía hora pautada para visitar el coliseo, pero antes era el momento indicado para ir por un café, por una buena pizza o una buena pasta. Los camareros muy habilidosos, podían entender muy bien castellano, francés e inglés, con amabilidad y rapidez tenían en la mesa lo que el cliente deseara. Por ser día de mi cumpleaños quería comer lo más tradicional que pudiera encontrarme, una pasta increíble con unas salsas espectaculares, un par de birras Peroni, unas copas de vino tinto y unos postres con helado y sabor a vainilla. Buena comida, buena atención y buenos precios, nada podía estar mejor.
Se notaba la cara de felicidad de los turistas, sonriendo a carcajadas, brindando por la vida, haciendo fotos por todos lados y apreciando cada detalle de las maravillas de Roma. No faltaban las adversidades de los vendedores, “tenga cuidado, hay carteristas robando a toda hora”.
La visita al Coliseo Romano, a la Fontana di Trevi, a la Basílica de San Pedro, a la La Piazza Navona, a la Ciudad del Vaticano, generan emociones impactantes, hacen transportar tu mente a un pasado del que poco sabes. La energía que transmite cada lugar es especial. Encuentras a miles de personas leyendo su historia, apreciando el arte, haciendo fotos, pidiendo deseos, rezando y observando cada detalle. Siempre están presentes las personas que te piden que les ayudes con una foto y en ese momento intentas hacer la mejor foto de tu vida, como debe de ser.
Después de unas horas en Roma, cuando los ojos se acostumbran un poco al contraste del lugar, se comienza a notar el espíritu de trabajo de los locales, el ambiente fiestero por las noches y los lotes de basura en cada esquina. Roma es una ciudad bonita, con espacios bien cuidados, pero también encuentras muchos sitios descuidados, con malos olores y sucios. Es una ciudad de contrastes.
Despedirse de Roma genera un momento de nostalgia, también de agradecimiento por haber podido materializar el viaje. Me quedo con los colores y los sabores de una ciudad cálida e impresionante, finalmente quedaba por disfrutar de uno de los aeropuertos más bonitos del mundo. El Aeropuerto Leonardo da Vinci que es también una obra de arte.
Después del viaje y ya en casa, he sentido como si hubiese estado en Roma desde hace mucho tiempo, tal vez parte de la imaginación, pero me queda la idea que antes había estado ahí. Cuando he viajado siempre me pregunto: ¿viviría en este lugar? Esta vez diría que no.
Sin más. Volveré, Roma.
Happy Birthday to me!